BOSSUET, Política según
la Sagrada Escritura
(1709)
“No existe ninguna forma de
gobierno ni institución humana alguna que no presente inconvenientes; de tal
suerte que se debe seguir con el mismo tipo de gobierno al que un largo tiempo
de vivencia ha acostumbrado al pueblo. (…)
Únicamente al príncipe incumbe velar por el bienestar del pueblo; éste es el
primer artículo y fundamento sobre el que se basan los demás; (…) no puede
existir poder alguno que no de penda de él; ni asamblea alguna que exista si no
es contando con su visto bueno.
Así es cómo, a favor del bienestar de un Estado, se deposita en una misma mano
todo el poder. El desperdigar dicho poder es dividir al Estado; es dar al
traste con la paz pública.
Por su condición el príncipe es el padre del pueblo; su grandeza le sitúa muy
por encima de los intereses mezquinos; a mayor abundamiento, toda su grandeza y
su propio y lógico interés se basan en el que el pueblo sea conservado, puesto
que a la postre si le faltase el pueblo, dejaría de ser príncipe. Por tanto,
nada mejor que el entregar todas las riendas del poder del Estado a aquel que
mayor interés tenga en la conservación y en la grandeza del Estado…”.
VOLTAIRE, Filosofía
de la
historia, 32-33
¿Definís
como salvajes
a unos palurdos que viven en
cabañas con sus hembras y algunos animales, expuestos a la intemperie de las
estaciones; que sólo conocen la tierra que los alimenta y el mercado al que van
de tanto en tanto a vender sus víveres para comprar algunas vestimentas
groseras; que hablan una jerga incomprensible en las ciudades; que tienen pocas
ideas y, en consecuencia, pocas expresiones; sometidos, sin saber por qué, a un
hombre de pluma al que llevan todos los años la mitad de lo que han ganado con
el sudor de su frente; que se reúnen ciertos días en una especie de granja para
celebrar ceremonias en las que no comprenden nada escuchando a un hombre
vestido extrañamente al que no entienden; que abandonan de vez en cuando su
choza al son de los tambores para ir a hacerse matar a una tierra extranjera y
a matar a sus semejantes por un cuarto de lo que pueden ganar trabajando la
tierra? De estos salvajes hay en toda Europa. Sobre todo, debemos convenir en
que los pueblos de Canadá y los cafres, que nos hemos complacido en denominar
salvajes, son infinitamente superiores a los nuestros. El hurón, el algonqui- no, el illinois, el cafre, el hotentote, poseen el
arte de fabricar por sí mismos todo lo que necesitan; este arte les falta a
nuestros palurdos. Los pueblos de América y África son libres, y nuestros
salvajes no tienen siquiera la idea de la libertad.
Los
pretendidos salvajes de América son soberanos que reciben embajadores de
nuestras colonias transplantadas a su territorio por la avaricia y
la ligereza. Conocen el honor, del que nuestros salvajes de Europa nunca oyeron
palabra. Tienen una patria, la aman, la defienden, hacen tratados, combaten con
valor y hablan frecuentemente con una energía heroica. ¿Hay una respuesta más
bella, en los Grandes
hombres de
Plutarco, que la de ese jefe canadiense a una nación europea que le proponía
que le cediese su territorio? «Hemos nacido en esta tierra, nuestros padres
están enterrados en ella. ¿Podríamos decir a las osamentas de nuestros padres:
“Levantaos y venid con nosotros a una tierra extranjera”?»
Estos
canadienses eran espartanos en comparación con los palurdos que vegetan en
nuestras aldeas y los sibaritas que se embotan en nuestras ciudades.
¿Definís
como salvajes a unos animales con dos pies, que a veces caminan sobre sus
manos, aislados, errando por los bosques, selvatici, selvaggi, que se acoplan a la ventura, que
olvidan a las mujeres a las que se unieron, que no conocen
hijos ni padres y viven como brutos, sin el instinto ni los recursos de las
bestias? Se ha escrito que tal es el verdadero estado del hombre y que no hemos
hecho más que degenerar miserablemente desde que lo dejamos, Yo no creo que esa
vida solitaria, atribuida a nuestros padres, esté en la naturaleza humana.
J. G. HERDER: Filosofía
de la Historia para
la
educación de la Humanidad (1774).
Actualmente,
con la confusión general de clases, con el ascenso de los inferiores al lugar
de superiores orgullosos, agotados e inútiles —para llegar a ser dentro de poco
peores que ellos—, se socavan cada vez más los cimientos más fuertes y más
necesarios de la humanidad; penetra profundamente la masa de corrompida savia
vital. Por mucho que un tutor de este gran cuerpo apruebe, elogie o fomente un
momentáneo aumento de apetito o un incremento aparente de fuerzas, o que se
oponga terminantemente, jamás suprimirá la causa del "refinamiento
progresivo y del adelanto que lleva a la reflexión, la opulencia, la libertad y
la arrogancia". No es posible explicar por medio de una breve comparación
el proceso de decadencia desde nace un siglo del verdadero prestigio voluntario
de los superiores, los padres y las más altas jerarquías en el mundo. Los
nuestros, grandes y pequeños, contribuyen de diez maneras a mantener esta
situación; abaten las vallas y barreras; pisotean y hacen burla, hasta en propio
perjuicio, de los prejuicios, como suele decirse, de clase, de educación y
hasta de religión. Y todos llegaremos a ser, debido a una determinada
educación, filosofía, irreligión, ilustración, vicios y finalmente y como
remate por medio de la opresión, por una sed de sangre y de avidez insaciable
que de por sí exalta los ánimos y lleva al egoísmo, todos llegaremos a ser
—para bien nuestro— después de mucho desorden y muchas miserias, aquello a lo
que aspira y tanto elogia nuestra filosofía: hermanos. Amo y criado, padre e hijo, el mancebo y la doncella más
desconocida, todos seremos hermanos. Esos señores profetizan como Caifás, pero por cierto, primero sobre su
propia cabeza o la cabeza de sus hijos.