2. Bloque temático II. La Historia como disciplina

2.3. La historia en los siglos XVII y XVIII

BOSSUET, Política según la Sagrada Escritura (1709)

“No existe ninguna forma de gobierno ni institución humana alguna que no presente inconvenientes; de tal suerte que se debe seguir con el mismo tipo de gobierno al que un largo tiempo de vivencia ha acostumbrado al pueblo. (…)
Únicamente al príncipe incumbe velar por el bienestar del pueblo; éste es el primer artículo y fundamento sobre el que se basan los demás; (…) no puede existir poder alguno que no de penda de él; ni asamblea alguna que exista si no es contando con su visto bueno.
Así es cómo, a favor del bienestar de un Estado, se deposita en una misma mano todo el poder. El desperdigar dicho poder es dividir al Estado; es dar al traste con la paz pública.
Por su condición el príncipe es el padre del pueblo; su grandeza le sitúa muy por encima de los intereses mezquinos; a mayor abundamiento, toda su grandeza y su propio y lógico interés se basan en el que el pueblo sea conservado, puesto que a la postre si le faltase el pueblo, dejaría de ser príncipe. Por tanto, nada mejor que el entregar todas las riendas del poder del Estado a aquel que mayor interés tenga en la conservación y en la grandeza del Estado…”.


VOLTAIRE, Filosofía de la historia, 32-33

¿Definís como salvajes a unos palurdos que viven en cabañas con sus hembras y algunos animales, expuestos a la intemperie de las estaciones; que sólo conocen la tierra que los alimenta y el mercado al que van de tanto en tanto a vender sus víveres para comprar algunas vestimentas groseras; que hablan una jerga incomprensible en las ciudades; que tienen pocas ideas y, en consecuencia, pocas expresiones; sometidos, sin saber por qué, a un hombre de pluma al que llevan todos los años la mitad de lo que han ganado con el sudor de su frente; que se reúnen ciertos días en una especie de granja para celebrar ceremonias en las que no comprenden nada escuchando a un hombre vestido extrañamente al que no entienden; que abandonan de vez en cuando su choza al son de los tambores para ir a hacerse matar a una tierra extranjera y a matar a sus semejantes por un cuarto de lo que pueden ganar trabajando la tierra? De estos salvajes hay en toda Europa. Sobre todo, debemos convenir en que los pueblos de Canadá y los cafres, que nos hemos complacido en denominar salvajes, son infinitamente superiores a los nuestros. El hurón, el algonqui- no, el illinois, el cafre, el hotentote, poseen el arte de fabricar por sí mismos todo lo que necesitan; este arte les falta a nuestros palurdos. Los pueblos de América y África son libres, y nuestros salvajes no tienen siquiera la idea de la libertad.
Los pretendidos salvajes de América son soberanos que reciben embajadores de nuestras colonias transplantadas a su territorio por la avaricia y la ligereza. Conocen el honor, del que nuestros salvajes de Europa nunca oyeron palabra. Tienen una patria, la aman, la defienden, hacen tratados, combaten con valor y hablan frecuentemente con una energía heroica. ¿Hay una respuesta más bella, en los Grandes hombres de Plutarco, que la de ese jefe canadiense a una nación europea que le proponía que le cediese su territorio? «Hemos nacido en esta tierra, nuestros padres están enterrados en ella. ¿Podríamos decir a las osamentas de nuestros padres: “Levantaos y venid con nosotros a una tierra extranjera”?»
Estos canadienses eran espartanos en comparación con los palurdos que vegetan en nuestras aldeas y los sibaritas que se embotan en nuestras ciudades.
¿Definís como salvajes a unos animales con dos pies, que a veces caminan sobre sus manos, aislados, errando por los bosques, selvatici, selvaggi, que se acoplan a la ventura, que olvidan a las mujeres a las que se unieron, que no conocen hijos ni padres y viven como brutos, sin el instinto ni los recursos de las bestias? Se ha escrito que tal es el verdadero estado del hombre y que no hemos hecho más que degenerar miserablemente desde que lo dejamos, Yo no creo que esa vida solitaria, atribuida a nuestros padres, esté en la naturaleza humana.

J. G. HERDER: Filosofía de la Historia para la educación de la Humanidad (1774).

Actualmente, con la confusión general de clases, con el ascenso de los inferiores al lugar de superiores orgullosos, agotados e inútiles —para llegar a ser dentro de poco peores que ellos—, se socavan cada vez más los cimientos más fuertes y más necesarios de la humanidad; penetra profundamente la masa de corrompida savia vital. Por mucho que un tutor de este gran cuerpo apruebe, elogie o fomente un momentáneo aumento de apetito o un incremento aparente de fuerzas, o que se oponga terminantemente, jamás suprimirá la causa del "refinamiento progresivo y del adelanto que lleva a la reflexión, la opulencia, la libertad y la arrogancia". No es posible explicar por medio de una breve comparación el proceso de decadencia desde nace un siglo del verdadero prestigio voluntario de los superiores, los padres y las más altas jerarquías en el mundo. Los nuestros, grandes y pequeños, contribuyen de diez maneras a mantener esta situación; abaten las vallas y barreras; pisotean y hacen burla, hasta en propio perjuicio, de los prejuicios, como suele decirse, de clase, de educación y hasta de religión. Y todos llegaremos a ser, debido a una determinada educación, filosofía, irreligión, ilustración, vicios y finalmente y como remate por medio de la opresión, por una sed de sangre y de avidez insaciable que de por sí exalta los ánimos y lleva al egoísmo, todos llegaremos a ser —para bien nuestro— después de mucho desorden y muchas miserias, aquello a lo que aspira y tanto elogia nuestra filosofía: hermanos. Amo y criado, padre e hijo, el mancebo y la doncella más desconocida, todos seremos hermanos. Esos señores profetizan como Caifás, pero por cierto, primero sobre su propia cabeza o la cabeza de sus hijos.