Ya sabemos por lo indicado en el apartado anterior que la concepción del arte y su materialización han tenido diferentes significados a lo largo de la historia. Y, por supuesto, lo mismo podemos decir de su función social, directamente vinculada a la estructura social y el modelo productivo de la sociedad que lo generó. Por ello no debe extrañarnos que a lo largo de la historia y hasta en torno al siglo XVI las personas que llevaban a cabo este tipo de obras fueran clasificadas como artesanas, más que propiamente artistas en el sentido que le damos actualmente al término.
De las distintas etapas de la historia y la cultura que hemos visto en el apartado anterior debemos comenzar señalando que desconocemos en buena medida cómo fueron realizadas las manifestaciones que hoy consideramos artísticas en la Prehistoria. Es posible que fueran materializadas por cazadores, o en su defecto por especialistas religiosos que las realizaran con alguna intención simbólico-religiosa. Ya en el Neolítico debemos suponer que la especialización laboral derivada del surgimiento de los primeros núcleos urbanos generó toda una serie de profesionales dedicados exclusivamente a la labor de talla, albañilería, orfebrería, tintorería, etcétera, vinculadas con la labor artística. En este momento empezamos a distinguir por primera vez una realidad esencial en la historia social del arte, la derivada de la relación entre el cliente, el que demanda la realización de la obra de arte, y el artista o artesano que realiza la factura material de la obra. La especialización y jerarquización social derivadas del paso de una economía cazadora recolectora una economía productora implicó no sólo la posibilidad de existencia de personas especializadas en una labor que exigía una alta cualificación técnica, sino que también propició el surgimiento de una élite que comenzó a demandar esas obras, de elevado costo y belleza singular, que distinguían a sus integrantes claramente de los demás individuos de la sociedad. Son los inicios de la función del arte como legitimadora del poder político o religioso, que como estamos viendo a lo largo de este curso se mantiene como una constante desde ese momento hasta nuestros días.
Los detalles concretos de esta relación los empezamos a conocer con mucha mayor precisión en el Mundo Antiguo. Los faraones del Antiguo Egipto, los emperadores de las distintas civilizaciones mesopotámicas, los gobernantes en las poleis griegas o los emperadores romanos dieron en sus distintos contextos culturales ejemplos manifiestos de la utilización del arte como representación de su poder. Pero este arte de las pirámides, de los relieves asirios, de las fortalezas hititas, de los templos griegos, o de las grandes obras de ingeniería o de arquitectura civil romanas, exigían a su vez profesionales de una cada vez más probada capacidad. Y, además, también se iba movilizando una mayor proporción de recursos, tanto materiales como humanos, para su desarrollo.
La caída del Imperio Romano, con el consiguiente paso a la Edad Media, marcó una nueva etapa en las fórmulas artísticas. Especialmente en Occidente, tras la fragmentación política en múltiples unidades que se lleva a cabo a partir del siglo V las únicas instituciones con capacidad para cometer soportar la promoción de obras artísticas y arquitectónicas, y de generar entornos culturales propicios para la reflexión y la producción cultural de todo tipo, son las monarquías y, más claramente aun, la Iglesia. Es la época en la que el arte adquiere en el contexto europeo un claro carácter catequético, destinado al adoctrinamiento de los fieles y a la difusión del mensaje que las élites de la Iglesia querían transmitir. Y es la Edad Media también la época en la que surge la última de las llamadas religiones “del Libro”, el Islam, que a su vez determinará en su doctrina una indisolubilidad entre arte y religión. En este sentido debemos entender que el arte que se genera en este período medieval tiene un claro carácter simbólico, y por eso se pierde buena parte de la intención de representatividad de la realidad que tuvo en épocas anteriores. Lo que importa en esos momentos es transmitir un mensaje, y el camino más asequible para lograrlo es a través del símbolo.
Todavía en esta época el artista se maneja profesionalmente en el ámbito de la artesanía, y por tanto no es extraño ver cómo en el marco del desarrollo de las ciudades medievales también comienzan a desarrollarse gremios de las distintas ramas del trabajo artístico. El trabajo artístico en esta época sigue unos parámetros en cuanto a creatividad totalmente distintos a los que manejamos en la actualidad. La belleza, la perfección, se logran representando el modelo de la manera más ajustada posible, sin ningún atisbo de innovación. Por ello es tan evidente la existencia de un modelo que se repite en esencia en muchas de las manifestaciones artísticas del románico y del primer arte gótico.
Este desarrollo urbano de la Baja Edad Media y la temprana Edad Moderna trajo implícita una intensificación de las actividades comerciales destinadas a abastecer de productos lujo a las nacientes burguesías que ocupaban las oligarquías urbanas de las ciudades medievales. Este desarrollo de un grupo social, con una cada vez mayor capacidad de actuación en todos los órdenes de la vida cotidiana, necesitaba de elementos que plasmaran de una manera material su posición social, y convirtió a la burguesía en uno de los principales clientes de los artistas. Pero en este momento, que podemos identificar cronológicamente con el final del arte medieval y el arte del Renacimiento, la intención con la persona contrata la obra ya no tiene un carácter religioso, ni siquiera de justificación del poder político, sino de exaltación personal, y es sumamente dependiente del gusto individual de cada uno. Se abre con ello una perspectiva absolutamente novedosa en la relación entre cliente y artista, con una diversificación de muestras de gusto artístico y una progresiva mejora en la valoración de la obra de arte y su ejecutor, el artista, en ese juego de proyección social que se genera al calor de ese proceso.
A medida que se intensifica esta tendencia, y que historiográficamente asignamos a la época del Barroco, paralelamente se asiste aún mayor empeño propagandístico, ejemplificado en la labor patrocinadora del arte de las grandes cortes europeas, ejemplificado en obras espectaculares como el Palacio de Versalles. En esta etapa, además de continuarse con el proceso de intelectualización del arte que se había iniciado en el Renacimiento, se asiste a una progresiva institucionalización de la labor del artista, con la creación de academias dependientes de los poderes centrales a través de las cuales se trataba de codificar el gusto artístico y su producción.
Hemos visto en el apartado anterior como las revoluciones del siglo XVIII, la Industrial en el plano socioeconómico y la americana y la francesa en el plano político, propiciaron una ruptura de las estructuras tradicionales y la apertura hacia nuevas maneras de organización social y económica y de producción cultural. En este contexto se compaginan estilos artísticos que continúan tratando de complacer a la clase dominante, como el Neoclasicismo, junto con otros que exploran nuevas vías por las que canalizar las ideas que se iban produciendo al calor del desarrollo de los acontecimientos revolucionarios. En este nuevo campo que se abre debemos incluir a los artistas románticos y realistas, que proponen con sus producciones artísticas nuevas lecturas y emociones distintas a las tradicionalmente expresadas hasta ese momento.
Pero, probablemente el acontecimiento fundamental que se da a lo largo de esa época Contemporánea hasta la actualidad, y que tiene mucho más que ver con la consolidación de la economía capitalista de mercado como fórmula de organización económica de buena parte del mundo occidental, es la paulatina creación de un mercado del arte en el que, por primera vez, el artista no trabaja para un cliente específico sino para esa noción abstracta e informe que es el mercado. A lo largo de toda la existencia de la producción artística, tuviera ésta las motivaciones que tuviera, se puede detectar siempre una acción incentivadora del arte y una ejecutoria, en relación dialéctica que determina en buena medida el resultado final del proceso. La economía capitalista de mercado permite al artista una presunta libertad a la hora de crear lo que considere más adecuado, aunque en el fondo, como ocurre con cualquier otro producto, una parte importante de la producción artística destinada al mercado del arte está condicionada por lo que el artista supone que el mercado puede asumir y/o desear.
Está rápida revisión de las distintas configuraciones que han tenido los protagonistas de la creación cultural, y más concretamente de la artística, a lo largo de la historia, permite comprobar hasta qué punto el arte permanece indisolublemente unido a la realidad de la sociedad en la que se ha gestado. No sólo porque el artista está limitado por los conocimientos técnicos y la disponibilidad de materias primas y otros recursos, sino porque incluso los elementos de carácter relacional, además de otras cuestiones como el gusto de cada época, también están directamente relacionados con estas cuestiones.
Además, una última reflexión al respecto de todo lo comentado nos lleva a relacionar lo señalado en este apartado con la exposición de la evolución de la historiografía que se puede encontrar en el bloque segundo de este curso. También para el estudio del papel del cliente y el artista la evolución de las distintas perspectivas de análisis que se han desarrollado en el ámbito académico a lo largo de toda la existencia de la disciplina dedicada al estudio del arte ha tenido una incidencia fundamental. Quizás el ejemplo que mejor ilustre esta realidad es el escaso reflejo que el papel de la mujer en la creación artística ha tenido a lo largo de la historia. Como ejemplo notable de los sistemas patriarcales históricamente preponderantes, que implicaban un reparto de roles sociales entre hombres y mujeres que relegaban a estas últimas al plano doméstico y reservaban para los varones el espacio público, no debe sorprender que en los rígidos sistemas gremiales que hemos comentado fuera extremadamente difícil que una mujer asumiera roles sociales hipotéticamente reservados a los varones. Pero está realidad no fue exclusivamente social, sino también historiográfica. Conocemos hoy bastantes ejemplos de mujeres artistas a lo largo del Antiguo Régimen que no fueron reconocidas como tales, o cuyas obras fueron atribuidas a pintores masculinos. Y el ejemplo de mujeres escritoras en la Edad Media, como Hildegarda de Bingen o Christine de Pizan, muestran bien a las claras que cuando las condiciones sociales y culturales lo permitían, las mujeres generaban obras de equiparable trascendencia y valor cultural.