Bloque temático III. Grandes rasgos del desarrollo de la cultura desde la antigüedad a época contemporánea.
2. III.1.Etapas de la Historia y de la cultura
1. Las etapas de historia
La historia ha sido tradicionalmente dividida en distintas etapas, caracterizadas por una serie de rasgos identificativos propios, que se han ido configurando a lo largo de los siglos del desarrollo de la disciplina. Sin embargo, no debemos perder de vista que la periodización tradicional a la que estamos acostumbrados, la que figura en nuestros libros de texto, es también producto de un contexto cultural determinado y de una posición ideológica concreta.
Sirva como ejemplo el caso de la etapa que conocemos como Edad Media. Los teóricos del Renacimiento identificaron al periodo de la historia que se intercalaba entre su época y el pasado glorioso grecorromano al que pretendían vincularse como Media Tempestas, es decir, Edad Media. Nuestra tradición historiográfica es heredera de esta realidad, y por ello aún hoy en las universidades de todo el mundo se denomina este periodo de la historia con ese término, a pesar de que en realidad hoy seamos plenamente conscientes de que las culturas, los procesos históricos, las estructuras económicas o cualesquiera otras realidades concretas que se dieron a lo largo de esos aproximadamente mil años de historia sufrieron mutaciones importantes. Por ello, se hace complicado identificar a las sociedades germánicas del siglo VI con las sociedades comerciales de la Hansa desarrollada 800 años después, y adscribirlas a una misma cultura. Y, sin embargo, lo hacemos.
Se pueden encontrar explicaciones que justifiquen la división entre las demás etapas históricas con parecidos argumentos. Quizás únicamente se salve de esa circunstancia la división que tradicionalmente realizamos en torno a las primeras etapas de la humanidad, ya que determinamos la distinción entre Prehistoria e Historia por una cuestión cultural, el desarrollo de la escritura y la posibilidad de la plasmación por escrito de los acontecimientos coetáneos a las sociedades que los viven.
Pero, más allá de ello, las demás divisiones de la historia tienen que ver fundamentalmente con acontecimientos políticos o militares. Por ejemplo, el ya citado final del Imperio Romano para marcar la división entre Edad Antigua y Edad Media. La caída de Constantinopla o el descubrimiento de América para los europeos realizado por Cristóbal Colón son las fechas que determinan el paso de la Edad Media a la Moderna. El estallido de la Revolución Francesa marca la frontera entre ésta y la etapa Contemporánea, mientras que el final de la Segunda Guerra Mundial se establece convencionalmente como e; eje articulador entre la contemporaneidad y el mundo actual.
Pero esta manera de entender la historia deja de lado otras muchas posibles periodizaciones que no encajan, ni mucho menos, en esta manera de distinguir los distintos periodos. Si nos atuviéramos exclusivamente a las condiciones productivas, la historiografía marxista ha determinado con éxito (aunque muy matizado por investigadores posteriores), cómo los distintos modos de producción (esclavista, feudal o capitalista) trascienden las fronteras marcadas por la historiografía tradicional para estos distintos periodos.
Del mismo modo, la fuerza de la historiografía feminista ha dejado bien patente que en las divisiones tradicionales de la historia no se marcan cambios sustanciales en las condiciones de vida o en las posibilidades de desarrollo personal que tuvieron las mujeres, y estamos hablando de la mitad de la población mundial a lo largo de toda la historia. Por tanto, debemos tener muy presente que estas periodizaciones se fundamental sobre pilares de carácter político militar.
Una segunda precisión que se ha de realizar al respecto de los períodos históricos es el de su marcado eurocentrismo. La historia como disciplina científica es un producto cultural surgido en el marco del mundo occidental, aunque como tantas otras producciones y tecnologías generadas en este contexto hoy se practica a lo largo y ancho de planeta. Sin embargo, eso no quiere decir que los periodos históricos, que tienen una lógica explicativa en el marco de la historia europea, a su vez sirvan para explicar los cambios en los procesos sociales, económicos o culturales que se dan en otras latitudes. La historia de África o de Asia está llena de ciclos y dinámicas propias, con sus características evoluciones y desarrollos que en nada encajan en la diferenciación y caracterización que se lleva a cabo en los periodos de la historia occidental.
Y lo mismo podemos decir de la historia de los pueblos americanos prehispánicos, que tienen su propio discurrir histórico y para los que el contacto con el mundo occidental, sin dejar de reconocer que supone un punto de inflexión que marcará cambios muy profundos en el desarrollo de sociedades a lo largo de los siglos siguientes, no es menos cierto que no implica automáticamente y desde el primer momento del contacto un cambio sustancial y radical de las condiciones de vida de los pueblos amerindios. Más bien al contrario, a veces se olvida que la historia de la expansión y colonización del continente americano por parte de los europeos tiene un lento discurrir que no finaliza hasta bien avanzado el siglo XIX, con buena parte del territorio continental plenamente independizado ya de sus metrópolis europeas.
Sirvan todas estas reflexiones simplemente para poner el foco en la importancia que tiene para el análisis histórico la toma en consideración de todas las variables que afectan a las realidades concretas que se quieren estudiar. Las periodizaciones en la historia, que iremos desgranando muy sintéticamente en los párrafos siguientes, son una herramienta de utilidad que sirven ante todo para ubicar determinada sociedad o acontecimiento en el tiempo y en el espacio, y determinar con unas claves interpretativas concretas lo que se quiere explicar cuando se utiliza el término medieval o contemporáneo, por ejemplo. Sin embargo, ello no debe eximirnos de aplicar en todo momento un análisis concreto de la realidad que estamos estudiando, explicitando las claves esenciales de aquello sobre lo que estemos estudiando.
Una vez resueltas estas precisiones previas veamos cuáles son las principales etapas de la historia y sus características principales. La primera y más extensa es la Prehistoria, que se corresponde con todos aquellos milenios en los que se fue desarrollando el proceso de hominización, en el que la especie humana llegó a adquirir sus características actuales materializadas en la especie Homo Sapiens Sapiens. Esta etapa abarca varios millones de años, y asiste a un proceso de aceleración en su complejidad social y económica a partir de en torno al año 20000 a.C., momento en el que en determinados contextos se fue dando una progresiva implementación de fórmulas de trabajo productivo que se compaginaban con las actividades de caza y recolección que garantizaban el sustento de estos grupos hasta ese momento. A este momento de transición, con distintas cronologías en los diferentes contextos en los que se produjo, los especialistas denominan Epipaleolítico o Mesolítico, y tienen distintas claves explicativas en función de los grupos concretos a los que nos refiramos. A partir de aproximadamente el año 10.000 a.C. algunas de estas colectividades fueron progresivamente sustituyendo las fórmulas de caza y recolección por las de producción y sedentarización, dando lugar a partir de ese momento a grupos habitacionales, y por extensión a sociedades, cada vez más complejas y jerarquizadas. Aunque suponga una simplificación excesiva de la terminología utilizada, en la actualidad por los especialistas en este momento se daría comienzo al periodo conocido como Neolítico.
En torno al IV milenio a.C. en el Próximo Oriente se empiezan a utilizar técnicas de escritura para la gestión cotidiana de unas sociedades cada vez más complejas y jerarquizadas, de las que ya comenzamos a conocer, gracias a esta nueva práctica escrituraria, sus ambiciones políticas y sus campañas bélicas contra los territorios vecinos. Es este momento el que da origen a la Historia Antigua. La historiografía clásica había considerado el mundo grecorromano como el origen de la civilización europea, pero la progresiva evolución de los estudios sobre el mundo próximo oriental acreditó hasta qué punto las civilizaciones del Mediterráneo eran deudoras de lo que había acontecido en el mundo próximo oriental varios milenios antes. Por ello, en las universidades occidentales se han ido desarrollando disciplinas específicas destinadas al estudio del Antiguo Egipto y el Próximo Oriente antiguo, en los que arqueólogos, filólogos e historiadores trabajan conjuntamente (a veces una misma persona aglutina la capacidad de análisis en estas tres vertientes) para conocer con mayor precisión los avatares de todo este conjunto heterogéneo de civilizaciones que tienen características económicas, políticas, culturales y religiosas diferentes en función de los distintos casos. Como vemos, nuevamente esta periodización de la historia y su denominación como Historia Antigua no hace más que poner una etiqueta a un conjunto de sociedades en muchos casos escasamente relacionadas entre sí.
Esta idea es especialmente significativa en lo que se refiere al mundo griego. En su momento de máximo esplendor la Hélade estaba constituida por un numeroso conjunto de ciudades estado, cada una de ellas con sus propias y características formas de gobierno. Y todas ellas quedaron subsumidas en una entidad política mayor tras la conquista de Alejandro Magno de esos territorios, en su camino expansivo que le llevó a dominar una cantidad de territorios hasta entonces inimaginable. Precisamente la etapa final de esta antigüedad está protagonizada por Roma, primero en su etapa republicana y posteriormente imperial, en las que logró unificar por primera vez desde un punto de vista político, y por extensión también cultural y económico, todo el entorno del mar Mediterráneo y buena parte del continente europeo, en una expansión equiparable en el espacio a la lograda por Alejandro Magno, aunque mucho más dilatada en el tiempo. Este imperio romano, ya cristiano en el siglo cuarto, se fragmentó e implosionó debido tanto a problemas estructurales como a la presión ejercida por una serie de pueblos de origen germánico que llevaban siglos viviendo en las fronteras del imperio, y que a partir de la presión ejercida por los hunos. Este era otro grupo de origen oriental, con una característica vida nómada y una economía basada fundamentalmente en la ganadería y complementada con las razzias de los nuevos territorios por los que se desplazaban, propiciaron que esos pueblos germánicos ingresarán en el Imperio dando fin a su unidad territorial.
Es este momento en el que, ya se ha indicado, los intelectuales del Renacimiento identificaron como el de la barbarie que motivó el final de la brillante civilización clásica, con capital en la ciudad eterna, Roma. A partir de este momento entramos en el periodo que conocemos como Edad Media, subdividida a su vez en distintos periodos (Alta, Plena y Baja Edad Media) que marcan en realidad unas fórmulas políticas, económicas y sociales bastante diferentes entre los distintos periodos del mundo medieval. En este caso una nueva crisis, de carácter sistémico pero también epidémica, desarrollada a mediados del siglo XIV, abre la posibilidad de que se lleven a cabo cambios trascendentales en muchos aspectos de la vida europea, y se vaya produciendo una progresiva centralización de los poderes reales frente a la fragmentación y atomización del poder que caracterizaba al mundo feudal. A esta realidad han de añadirse los frutos del proceso de exploración en busca de nuevas rutas que garantizaran el acceso a las materias primas que consumía la élite urbana que se iba desarrollando en esas nuevas urbes que caracterizaban el mundo tardomedieval europeo. Estas iniciativas exploratorias permitieron, fundamentalmente en primera instancia a castellanos y portugueses, abrir nuevas vías y expandir las fronteras del mundo medieval europeo a continentes hasta ese momento desconocidos para ellos.
Esta entrada en la Edad Moderna, que se ubica tradicionalmente en el tránsito entre los siglos XV a XVI, marca una nueva etapa en la que los avances científicos, las guerras de religión entre las distintas facciones en las que se fragmenta el cristianismo, y el progresivo desarrollo de nuevas ideas y más complejas tecnologías, llevan a una serie de cambios en el siglo XVIII que permitirán abrir nuevas dimensiones hasta ese momento inimaginables para el mundo occidental. El desarrollo de la Revolución Industrial y el paulatino cambio de las pautas demográficas fueron modificando, por primera vez prácticamente desde la revolución neolítica, los límites estructurales de crecimiento económico y de productividad que tenía la economía del planeta. La acelerada tecnificación que afectó a todos los procesos productivos y que iba aumentando de escala a medida que pasaban las décadas, modificó sustancialmente las formas de vida tradicionales hasta ese momento.
En paralelo, o como consecuencia precisamente de ello, en 1789 se desencadenó en Francia la Revolución Francesa, un proceso revolucionario, que había tenido su antesala en la Revolución Americana y la subsiguiente independencia de las colonias inglesas de ese continente de su metrópolis, y que desde el punto de vista político abre un nuevo ciclo. A partir de los cambios que se operaron se fueron poniendo sobre el tapete nuevas fórmulas de organización política, basadas en fórmulas representativas de una cada vez mayor cantidad de población, y sustentadas sobre bases justificativas totalmente alejadas de cualquier argumento religioso. Es el comienzo de la etapa tradicionalmente conocido como Edad Contemporánea.
El siglo XIX asistirá a una explosión del mundo urbano, con unos movimientos migratorios intensísimos que harán inclinar la balanza claramente a favor de la vida en las ciudades, y que obligarán a la adopción de nuevas fórmulas de organización política y social. Además, este avance tecnológico permitió al mundo europeo (y debemos incorporar en este apartado, obviamente, a sus colonias americanas) imponerse de manera clara sobre los restantes poderes mundiales. Es por ello que la segunda mitad de esa centuria abre una nueva vía de significado al expansionismo colonial que hasta ese momento había caracterizado a prácticamente todas las civilizaciones que habían poblado del planeta. La diferencia en este caso radicaba en que la superioridad tecnológica, derivada de los avances llevados a cabo en ese plano por parte de los europeos, les permitió ocupar de manera efectiva y dominar en toda su extensión prácticamente continentes enteros, como puede ser África o buena parte de Asia.
Está política colonial, unida a los rescoldos de las problemáticas políticas previas a la Revolución Industrial, marcaron un periodo de alta tensión entre potencias que fue degenerando hasta el estallido 1914 de la conocida como Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial. En ella se enfrentaron potencias que dominaban una parte sustancial del planeta, y cuyo desenlace generó indirectamente las condiciones que motivaron la Segunda Guerra Mundial, iniciada en 1939. Esta segunda confrontación bélica, si cabe con consecuencias más devastadoras para los países en contienda, marcó, en su finalización en 1945, una nueva etapa en las relaciones europeas, amén de suponer en la división tradicional de la historia el punto y final de la Etapa Contemporánea, dando pie a partir de ese momento haz lo que conocemos como Mundo Actual.
Este mundo actual, que abarca desde esa fecha hasta nuestro presente, también ha tenido sus propias subdivisiones, determinadas en buena medida por el propio desarrollo posbélico y el enfrentamiento entre las dos superpotencias que se lleva a cabo durante la Guerra Fría. A partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética, se asiste al triunfo del formato liberal capitalista y su evolución, con ciclos de crisis muy severos, agudizados a partir del año 2001 por el impacto creciente del terrorismo internacional, que ha marcado buena parte de la geopolítica hasta nuestros días.
Pero hay que insistir en que este brevísimo relato, en el que hemos pasado por los distintos periodos de la historia occidental únicamente responde, como se ha podido comprobar, a criterios básicamente político-militares. Si hiciéramos una evolución histórica desde el punto de vista de las clases subalternas, de las mujeres, o de los modelos productivos, probablemente las fronteras que separan las diferentes etapas las ubicaríamos en distintos momentos cronológicos a los aquí expuestos. Además, este relato lineal corresponde, como ya se ha indicado en las apreciaciones iniciales, a un discurso que de algún modo podríamos calificar como genealógico, ya que se traza una historia del mundo europeo en el que los restantes territorios van formando parte del argumento central cuando entran en contacto con los protagonistas principales. Aunque se está intentando desde distintas perspectivas historiográficas, que van desde la historia global a los estudios poscoloniales, reconducir esta forma de entender la historia, lo cierto es que aún a día de hoy se hace muy complicado, y más en un contexto occidental, deshacerse de estas ideas preconcebidas. Ahora bien, si se utilizan en el sentido explicativo y contextualizante que ya se ha aludido en las páginas anteriores, pueden continuar siendo una herramienta útil a la hora de poder establecer discursos explicativos que lleguen a una parte importante de su público potencial.
2. Etapas de la cultura (occidental)
Precisamente una de las manifestaciones más evidentes de la falta de correspondencia en las periodizaciones entre la historia tradicional y otras maneras de acercarse al pasado de algunas parcelas de las sociedades humanas la encontramos en el ámbito de la cultura. Si bien es cierto que algunas de las principales etapas en las que subdividimos los distintos estilos culturales y artísticos han sido insertas en el marco explicativo de los periodos históricos tradicionales, lo cierto es que es bastante habitual encontrarnos varios de estos periodos culturales, en cada uno de los periodos históricos, y lo que es más importante para lo que aquí nos ocupa, algunas etapas que se despliegan transversalmente a lo largo de dos etapas distintas de la historia.
No existe demasiado problema a la hora de definir las distintas etapas culturales en las primeras etapas de la historia de la humanidad. Para las sociedades prehistóricas es relativamente habitual que sean precisamente criterios de índole cultural, aunque cierto es que entendiendo aquí el término cultura desde una perspectiva antropológica y no limitada exclusivamente a la elaboración de productos culturales, los que determinan las periodizaciones y la consideración de distintos grupos humanos. Y avanzando más en el tiempo ocurre algo parecido para el caso de las primeras civilizaciones, en las que, aunque los especialistas sean capaces de diferenciar subdivisiones de tipo cultural y artístico en el marco de cada una de ellas, lo cierto es que en todo caso siempre funcionan como compartimentos estancos en los que las fronteras tradicionales de su pervivencia como entidades políticas autónomas constituyen a su vez sus límites culturales.
En el mundo de la antigüedad clásica, protagonizada por la civilización griega en primera instancia y posteriormente por la romana, encontramos un buen ejemplo de fórmulas culturales que trascienden por su desempeño los límites explicativos de la historia política. De este modo, la primera cuestión a contemplar es qué entendemos por mundo griego, compuesto por un conjunto de múltiples entidades políticas independientes, con diferentes fórmulas de organización política que iban desde la tiranía a la democracia pasando por la monarquía o la oligarquía, pero que compartían un sentimiento de pertenencia cultural a una unidad panhelénica. En esta koiné cultural se empiezan a distinguir distintos periodos en los que, tanto desde el punto de vista artístico como desde el punto de vista filosófico o literario, se van marcando pautas culturales diferentes en cada caso. En esta realidad cultural entra de manera arrolladora un reino vecino de las polis griegas, el de Macedonia, que pasa a dominarlas políticamente por la labor llevada a cabo por Alejandro Magno. Él les dotará de una unidad política prácticamente por primera vez en su historia, y tendrá una incidencia exactamente similar en términos culturales, ya que en todos los órdenes de la cultura el mundo helenístico es diferente al de las poleis independientes previas.
Ahora bien, que esta evolución de tipo cultural no siempre está relacionada con los acontecimientos políticos es muy evidente en el momento en el que, en torno al siglo II a.C., la República romana pasa a dominar políticamente el conjunto del territorio griego y se produce una intensificación de la transferencia cultural que ya se venía dando en los siglos anteriores. Es el momento de aquella famosa sentencia del poeta Horacio que rezaba del siguiente modo: Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio (La Grecia conquistada a su fiero vencedor conquistó e introdujo las artes en el agreste Lacio, Epístolas II, 1, 156-157). A partir de ese momento el mundo cultural romano también muestra dinámicas divergentes en el plano cultural frente al político, lo que se acrecienta sobremanera con el impacto que tiene el progresivo peso que adquiere el cristianismo en el marco cultural imperial, llegando en el siglo IV a constituirse como la religión oficial del imperio. A partir de ese momento esta nueva religión marca claramente una manera distinta de explicar y entender el mundo, como ya hemos visto en el apartado correspondiente a la historiografía. Ella tiene una incidencia lógica también en el plano cultural, y de su mayor o menor dependencia de los parámetros clásicos preexistentes y su fusión con los elementos cristianos dependerá la evolución futura.
En el marco de la historia política ya hemos visto que en ese siglo IV asiste al final del Imperio Romano como entidad política dominadora del mundo europeo. Sin embargo, ello no se corresponde directamente con el fin del mundo cultural clásico, ya que en los siglos siguientes una parte significativa de la producción cultural altomedieval generada en los entornos monásticos tiene un marcado carácter clásico, aunque lógicamente inserto en unas lógicas explicativas de raíz cristiana. Pero no es menos cierto que en esos momentos ya se va produciendo una progresiva introducción de los elementos culturales de raíz germánica, pertenecientes a los pueblos que se habían instalado en el imperio y habían dominado parte de sus estructuras políticas, fragmentando el imperio en distintos territorios. Desde el punto de vista artístico este período es habitualmente conocido por la historiografía como el del Arte del periodo de las invasiones, pero es una etiqueta poco clarificadora. Por su parte, en otros planos de la producción cultural, como puede ser el literario o el filosófico, simplemente se habla de literatura o filosofía medieval.
Sin embargo, pasados los primeros siglos después de la implosión del Imperio Romano y consolidados los nuevos estados previamente reunificados bajo el dominio de Carlomagno, quien recupera su vez el valor de la enseña imperial vinculada al mundo occidental, se comenzará a dar una paulatina unificación de fórmulas artísticas, especialmente en el plano arquitectónico, que darán lugar al estilo que, en su etapa previa de establecimiento de las variables básicas la conoceremos como Prerrománico, y cuando se convierta en el primer lenguaje artístico del mundo medieval la conoceremos como Románico. Este estilo artístico, que abarca grosso modo desde los siglos X al XII, permite entrever una serie de características propias, vinculadas con la realidad del mundo plenomedieval de marcado carácter rural.
Aún en la etapa de la Plena Edad Media desde el punto de vista histórico tenemos el desarrollo del segundo gran estilo artístico del mundo medieval, el Gótico, más vinculado al progresivo auge de la vida urbana que se empieza a dar a partir de la segunda mitad del siglo XII. Y yendo más allá, en el ámbito de las ciudades italianas en la segunda mitad del siglo XIII comienza a desarrollarse un universo cultural nuevo, manifestado tanto en la literatura como en el arte, que conocemos como Renacimiento humanista, que modificará las bases culturales del mundo europeo.
Como se puede comprobar por todo lo señalado, estos tres grandes estilos culturales, e incluso deberíamos añadirle el periodo del arte de las invasiones, están integrados en esa amplia etiqueta de Edad Media que, como podemos comprobar, en términos culturales apenas resulta definitoria. Máxime si tenemos en cuenta que, tanto al comienzo como al final del período, se solapan las etapas culturales con las etapas históricas precedentes o subsecuentes.
En el caso del Renacimiento, además, debemos hacer constar que su desarrollo es desigual en términos culturales y cronológicos en función de los distintos territorios en los que se fue desarrollando. Esta reflexión pone el foco en otro de los aspectos que no debemos perder de vista, ya que en muchas ocasiones la historia de la cultura parece trazar una linealidad que después encuentra difícil acomodo a la hora de encajar los ejemplos concretos diseminados por el tiempo y por el espacio. En cualquier caso, es evidente que el Renacimiento marca por sí mismo un hito fundamental en la historia de la cultura occidental, al abrir nuevas vías de reflexión estética y filosófica, que darán fructíferos resultados en los siglos siguientes.
En el mismo marco temporal que denominamos Edad Moderna se desarrolla otro de los estilos artísticos que debe en buena parte de su caracterización a la influencia del mundo clásico a la hora de su desarrollo. El Barroco, arte que se desarrolla durante el siglo XVII y llega aproximadamente hasta la primera mitad del siglo XVIII, se desarrolla como evolución del estilo renacentista, a partir de la evolución interna que este último había tenido en su etapa final, que conocemos como Manierismo. El Barroco es un estilo artístico de gran impacto ideológico, como veremos en apartados siguientes, y debe buena parte de su desarrollo al carácter catequético que impulsa la Iglesia Católica de la Contrarreforma.
Está visión del arte coexiste en los países protestantes con una intención de plasmación realista en el marco de una estética similar a la desplegada en el caso del arte católico, permitiendo abrir la representación pictórica de los grandes artistas del norte de Europa a la plasmación de la realidad de la burguesía del momento. Veremos también en los otros apartados de este tercer bloque algunas ideas en relación a la conexión entre las manifestaciones artísticas y culturales y las sociedades en las que se llevaron a cabo.
El siglo XVIII es, además, el momento de máximo apogeo de un movimiento que, al igual que ocurría con el renacimiento, trasciende las fronteras de lo que tradicionalmente conocemos como arte y afecta a todo el contexto cultural y filosófico de la época. Es la corriente que conocemos filosófico-cultural que conocemos como Ilustración, surgida a partir de la evolución del pensamiento humanista hasta llegar a la absoluta independencia de la explicación de los fenómenos humanos de cualquier tipo de explicación religiosa. Más allá de eso, en esta centuria se sientan las bases que permitirán el desarrollo del pensamiento liberal característico de la etapa contemporánea, surgido el continuo interés por el pasado clásico, en este caso el de las democracias helena. En el plano artístico este siglo XVIII vuelve a mostrarnos un estilo que cabalga entre la Edad Moderna y la Edad Contemporánea, el neoclasicismo, al que se debe una parte importante de los edificios que sustentan simbólicamente los nuevos estados liberales que van surgiendo a lo largo del siglo XIX. En este sentido no debemos perder de vista nuevamente en la conexión entre el arte y la ideología de la época, que asiste al florecimiento de los nacionalismos cómo argumentos políticos de los nuevos estados.
Ya en la etapa contemporánea el movimiento romántico llegó de la mano del desarrollo de ese pensamiento liberal que reivindicaba una mayor libertad individual, básica igualmente en la formación de los regímenes parlamentarios en estos nuevos estados.
Pero si algo caracteriza en esencia el universo cultural que se desarrolla en la etapa contemporánea es precisamente su extraordinario desarrollo que se da en esos dos siglos. Los movimientos estéticos se suceden con vertiginosa velocidad, además coexistiendo en ocasiones visiones contrapuestas de la realidad. Se trata, obviamente, de un reflejo de la sociedad que los generó. De este modo, a mediados del siglo XIX el movimiento realista, que buscaba representar con fidelidad el mundo que rodeaba al artista, mostraba unos nuevos modos de entender el mundo y las conexiones entre individuos. Apenas unas décadas después los artistas impresionistas empiezan a abrir nuevos cauces en la experimentación de los fenómenos visuales, poniendo las bases de todo el desarrollo del arte no figurativo que se dará a lo largo del siglo veinte.
Continuando con la relación entre el arte y la sociedad que lo genera merece un capítulo especial la arquitectura del siglo XIX. En una economía marcada por el uso masivo de nuevos materiales no nos debe extrañar que nos los encontremos dando formas, hasta ese momento inimaginables, a los edificios que se van construyendo a lo largo de toda esa centuria. Y, como ocurría también en otros momentos de la historia, los focos desde los que irradia el poder económico o político son aquellos igualmente en los que es más habitual encontrar las más significativas muestras de las nuevas representaciones artísticas, en este caso arquitectónicas. De este modo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX una parte importante de las nuevas fórmulas constructivas las encontramos en los Estados Unidos de América, que ya por aquella época se estaba consolidando como una de las principales potencias mundiales.
En conjunto todo lo indicado para primer ciclo de la etapa contemporánea marca un camino que atestigua la nueva visión del mundo que la sociedad liberal capitalista está forjando. Esta nueva cosmovisión tiene un carácter fragmentado inestable, al haberse perdido la consideración de la realidad como algo estático y eterno. Es por ello que los artistas de todas las facetas afrontan un desafío de proporciones hasta ese momento desconocidas, ya que deben plasmar una realidad cambiante y muy difícil de aprehender. Ello explica en buena medida que las propuestas artísticas, fundamentalmente las que llegan del plano pictórico, impliquen una absoluta ruptura con todas las formas artísticas que se venían desarrollando desde el Renacimiento. Es el contexto de surgimiento del movimiento que conocemos como Vanguardias históricas, y qué ocuparan buena parte de la producción artística que se lleva a cabo en el mundo occidental en la primera mitad del siglo XX.
En ese convulso mundo del siglo XX, ese corto siglo XX que Eric Hobsbawm marcó entre 1914 y 1989, el arte abstracto, con fuerte raíz e implantación en los Estados Unidos, dará un nuevo vuelco a las fórmulas de representación artística predominantes. Pero si algo caracteriza a la cultura del siglo XX, y especialmente a partir de su segunda mitad, es el desarrollo de la cultura de masas, que llega prácticamente hasta nuestros días. En un mundo globalizado y capitalista en el que las personas que lo habitan fundamentalmente cumplen el papel de consumidores no debe extrañar que este rol haya llegado también a determinar las fórmulas de producción artística de las últimas décadas.
Este sintético repaso por las distintas etapas que caracterizamos para dividir el desarrollo cultural de la humanidad desde sus orígenes hasta la actualidad permite extraer una serie de conclusiones finales de cierto interés. La primera de ellas nos remite al hecho de que la cultura, y más concretamente el arte, forman parte indisoluble de la realidad de las sociedades del pasado. No es éste el lugar para profundizar en la reflexión acerca de qué debe considerarse como arte en cada uno de los momentos de la historia, pero no hay que dejar de lado en una explicación como la que aquí se plantea el hecho de que las sociedades del pasado, con sus jerarquías, sistemas económicos e ideológicos, conocimientos científicos, etcétera, generan una materialidad que es, ni más ni menos, el fruto de su devenir cotidiano. Eso sí, como en tantas otras facetas de la vida hay obras concebidas con distintas finalidades, auspiciadas por diferentes personas, condiciones todas ellas que determinan indudablemente el resultado final de lo que se está planteando. De esto hablaremos un poquito más en el apartado siguiente.
Otra de las conclusiones, en este caso más relacionadas con la perspectiva historiográfica, nos lleva a reflexionar acerca del valor de las periodizaciones tradicionales con las que dividimos el estudio histórico. Como ya se ha explicado en el apartado anterior es necesario acotar de algún modo el tiempo y el espacio del que estamos hablando para poder operar con cierta concreción. Pero no es menos cierto que en ocasiones en la literatura académica los límites marcados por estas periodizaciones constriñen demasiado la explicación que se está planteando. En buena medida, construimos el relato histórico a partir de un conjunto de fuentes a las que le asignamos un significado, y en muchas ocasiones estos materiales son prejuzgados en función de la época en la que hayan sido generados. Como hemos podido ver en la síntesis sobre las etapas de la historia de la cultura, en muchas ocasiones las ideas y las formas culturales trascienden los rígidos marcos establecidos para las distintas etapas de la historia. Esto nos debe hacer reflexionar acerca de la necesidad de conocer en todo momento los contextos en los que se desarrollan los acontecimientos que estamos analizando. Y no debemos perder la perspectiva, como ya hemos visto que planteaba Fernand Braudel en su formulación de los tiempos en la historia, que muchas de las claves culturales que han caracterizado a las sociedades del pasado han permanecido inmutables, o al menos con pocos cambios, a lo largo de muchos siglos, trascendiendo en muchas ocasiones varias de estas edades en las que los historiadores nos empeñamos en encerrar la historia.