I.4. Los historiadores y la medición del tiempo

0. Introducción. Tiempo e Historia. Precisiones iniciales 

La relación entre el tiempo y la historia es muy estrecha y cubre distintas vertientes de la cultura de las sociedades del pasado, así como de la propia metodología de trabajo de la disciplina. En la primera de las facetas debemos tener en cuenta que el tiempo es una construcción cultural, que varía con cada una de las distintas culturas que se han venido sucediendo a lo largo del pasado. Asimismo, en la otra perspectiva de relación, debemos tener presente que el trabajo del historiador tiene como primera y principal premisa la ubicación en el tiempo y el espacio de los procesos que está analizando. Para ello las nociones de causa y consecuencia, las distintas etapas históricas construidas en el devenir historiográfico, o incluso las variables velocidades de cambio histórico que algunas corrientes historiográficas han definido, constituyen elementos esenciales a la hora de tener en cuenta la ineludible conexión existente entre la toma en consideración del tiempo y el análisis histórico.  

Para lograr un correcto desarrollo de todas estas cuestiones conviene volver a a citar aquí una ciencia auxiliar de la que ya hemos hablado con anterioridad en el apartado correspondiente. La Cronología se muestra como una herramienta imprescindible. Merced a su labor, dedicada a desentrañar los usos culturales del tiempo en todas sus posibilidades que las diferentes culturas que han habitado el planeta en época histórica (para las etapas prehistóricas parece evidente que las fuentes que se nos han conservado no permiten comprender cual podría ser su concepción del tiempo) han ido desarrollando en su devenir histórico, conocemos con mucha mejor precisión los usos sociales, políticos y económicos que la gestión del tiempo ha tenido a lo largo de la historia. 

En la vertiente referida a la parcelación del tiempo llevada a cabo a partir del trabajo historiográfico no debemos pensar que el tiempo histórico se nos presenta inmutable y sin fisuras. Existen múltiples divisiones del pasado, que aumentan a medida que las perspectivas posmodernas y poscoloniales van ofreciendo miradas más complejas y alejadas del eurocentrismo explicativo que ha caracterizado buena parte del análisis histórico en los siglos precedentes. De este modo, debemos entender que etapas como la Historia Antigua, la Edad Media, o la Edad Moderna, tienen sentido fundamentalmente dentro de las lógicas y las dinámicas de desarrollo de las sociedades europeas occidentales y sus proyecciones coloniales. Y lo mismo debemos remarcar para el caso de determinados sectores de las poblaciones del pasado que no vieron modificadas sustancialmente sus condiciones de vida con el paso de unas etapas a otras. Fueron pioneras en estas reflexiones las historiadoras de las mujeres que reivindicaron una división cronológica del pasado atendiendo a criterios distintos a los puramente factuales que caracterizaban a la academia tradicionalmente. Y lo mismo podemos decir de los historiadores de la economía, que proyectan modelos socioeconómicos como el feudalismo mucho más allá de las fronteras de la Edad Media, mostrando cómo para determinados ámbitos de la vida de las sociedades del pasado los cambios operados que justificarían una consideración de etapa nueva no encajan en esas divisiones tradicionales ofrecidas por la historiografía clásica. 

Como se ha comentado más arriba, el historiador también debe atender a las distintas implicaciones que tienen los ritmos de cambio de los procesos históricos. Hace ya bastantes décadas que los teóricos de la escuela de Annales expusieron el distinto tiempo de cambio existente entre el acontecimiento y la estructura. La definición de larga duración (longue durée) realizada por Fernand Braudel en su clásico El Mediterráneo y el mundo Mediterráneo en la época de Felipe II (véase bloque I.5 del curso), con algunos matices, sigue vigente en la actualidad.  

Queda por apuntar un último elemento en este apartado introductorio sobre la relación entre tiempo e historia, y es precisamente la determinación de la importancia de la propia concepción del pasado histórico y del desarrollo de las sociedades hasta el tiempo de su presente que han tenido las distintas culturas a lo largo de la historia. Hasta el desarrollo de la historia como disciplina regida por los condicionantes propios del método científico las distintas civilizaciones fueron desarrollando sus particulares explicaciones del origen del universo y del desarrollo de las distintas realidades hasta llegar al momento en que se plasmaron por escrito. En el bloque correspondiente veremos con mayor detalle algunas de estas explicaciones, pero no debemos perder de vista que no se trata exclusivamente de una concepción disciplinar, sino que incide directamente en la forma que las distintas sociedades tenían de comprender y concebir el tiempo histórico. 

 

1. La historia de la medición del tiempo 

El primero de los elementos a tener en cuenta a la hora de valorar la importancia de la medición del tiempo es, como se acaba de apuntar en la exposición introductoria previa, la realidad ineludible de la necesidad de la ubicación en el tiempo y el espacio de las sociedades del pasado y los distintos procesos históricos de cambio y permanencia que se fueron desarrollando en su seno.  

Para ello debemos tener clara una cuestión esencial, ya apuntada más arriba, y es que cualquier unidad de medición del tiempo es por definición puramente cultural. Quizás la única que tiene cierta homogeneidad y lógica explicativa universal es la medida del día, no alterable y que se percibe con facilidad por parte de los humanos, toda vez que corresponde a ciclos muy cortos y fácilmente aprehensibles. A partir de ahí, todas las demás unidades son construidas artificialmente y varían de una cultura a otra. Las divisiones en semanas, meses o años tienen lógicas explicativas propias y diferentes en función de quien las maneje. 

Para la toma en consideración de esta realidad cultural debemos aplicar enfoques comprensivos diferentes, aunque en ocasiones complementarios. Para una economía de base agrícola las estaciones son variables y con límites algo imprecisos, pero tienen un sentido de unidad que permiten identificar de una manera relativamente clara en qué momento del año (y del ciclo económico anual) nos encontramos. Y a partir de esas consideraciones la religión puede elaborar discursos explicativos que intervienen sobre los calendarios y en general la medición del tiempo, a los que se les da una explicación de carácter religioso. Y es que, como veremos en los distintos ejemplos algo más adelante, la relación entre religión y control y gestión del tiempo es sumamente estrecha. 

Tenemos noticias de las primeras pautas de ordenación del tiempo ya en la civilización babilónica, la cual la transferiría al mundo cultural hebreo. Desde esa época disponemos ya de información acerca de partición el tiempo en calendarios anuales, que a su vez dividían el tiempo en meses lunares. Esta realidad, vinculada al conocimiento astronómico por parte de especialistas en estas sociedades, comienza a incorporar también pautas de ajuste para intentar calibrar la medición calendárica con las observaciones sobre la rotación de la tierra o de la luna. 

Será la civilización romana la que acabe adoptando el ritmo solar como medición anual del calendario y establecerá el modo de organizar el tiempo a partir de las decisiones tomadas por Julio César, es su faceta de Pontifex maximus, decretadas en el año 46 a.C. Este calendario será la base del que permanecerá en el antiguo solar imperial tras su implosión en el siglo V d.C., en buena medida también porque acaba siendo adoptado como medio de organizar el tiempo por el cristianismo. Se fijarán toda una serie de fiestas rituales alrededor de este calendario, y a comienzos del siglo VI Dionisio el Exiguo, a petición del papa Juan I, establecerá definitivamente la fijación del año del señor. Hoy sabemos que se hizo con imprecisión cronológica en relación al momento del nacimiento de Jesucristo, pero es indudable que a pesar de ello se trata de una decisión que todavía hoy define la manera que tenemos en el mundo occidental de indicar el tiempo concreto en el que estamos.  

La última actualización que se realizó del calendario cristiano corresponde a la reforma gregoriana llevada a cabo en el año 1582, aunque asimilada en distintos momentos posteriores por los diferentes países. Con esta reforma se procedió a ajustar el calendario, a partir de complicados estudios astronómicos, suprimiendo diez días del mismo para poder calibrar la escasísima desviación existente entre la medición del tiempo y el ciclo de rotación de la tierra alrededor del sol. 

Por su parte, la civilización islámica acabará conformando un nuevo modo de medir el tiempo a partir de un calendario lunar, y una cronología que fija el año uno en la Hégira, que se refiere a la fecha de la huida de Mahoma de La Meca a Medina en el año 622 de la era cristiana. Se trata de un nuevo ejemplo de cómo las distintas religiones han comprendido que el control del tiempo forma parte esencial de su tarea doctrinal. 

 

2. Las etapas de la Historia  

La historia universal está estructurada fundamentalmente a partir de los distintos ciclos evolutivos por los que pasó el mundo occidental, entendiendo este término con unos límites histórico-geográficos algo distintos a los que hay englobaríamos dentro de la idea de Occidente. Así, el proceso de neolitización y de desarrollo de civilizaciones en el ámbito del Próximo Oriente determina el inicio de la Historia Antigua, que se produce tanto en oriente como en occidente. Pero esta cierta unidad geográfica dentro de una etapa cronológica se rompe cuando en el ámbito occidental cae el imperio romano y se fragmenta el territorio en múltiples unidades políticas que pueblan a partir de ese momento el continente europeo. Ese periodo, conocido como Edad Media, tiene explicación y denominación exclusivamente en términos puramente eurocéntricos. Como igualmente basados en esta realidad occidental son los argumentos que justifican la entrada en la siguiente etapa histórica, la Edad Moderna, definida por la ampliación de los horizontes del viejo continente y el inicio del proceso de mundialización que trae aparejada la llegada de los europeos a América, Asia y Oceanía. En todo este proceso que estamos relatando, y que culmina con las revoluciones que se van dando en el ámbito anglosajón a lo largo de los siglos XVII y XVIII, y que llegan a su cénit con el desencadenamiento de la revolución francesa en 1789, será la historia europea la que poco a poco vaya determinando el ritmo evolutivo del resto del planeta. Esta revolución, y la de índole económico que conocemos como Revolución Industrial, determinan el inicio de la última gran etapa histórica, la Edad Contemporánea, prolongada por los especialistas a partir de 1945 en la Historia Reciente Esto, no obstante, no nos debe dejar de tener muy presente que en amplias zonas del mundo coexistían todavía civilizaciones y culturas con formas políticas, económicas, sociales y culturales distintas a las europeas del momento. 

También ha de tenerse en cuenta que, en realidad, esta consideración del carácter eurocéntrico de las etapas de la historia, unida a la idea ya señalada con anterioridad referida al hecho de que en función del objeto de estudio analizado es muy probable que las cesuras y los cambios de etapa debamos ubicarlos en momentos distintos a los que tradicionalmente utilizamos para marcar las etapas históricas, no es exactamente una novedad en términos historiográficos. La Historia del Arte lleva manejando de manera tradicional, y desde hace bastante tiempo, sus propias lógicas de división de los periodos en función de criterios estéticos y culturales propios, no siempre coincidentes con las etapas históricas generales.  

En el caso de la Historia del Arte es evidente que muchas de las etapas de estudio se vinculan a civilizaciones concretas, como puede ocurrir con todo el arte antiguo (egipcio, babilónico, griego o romano, entre otras posibilidades), pero no es menos cierto que otros de los tradicionales términos utilizados para definir con precisión etapas artísticas no encajan exactamente en esos modelos de división histórica. El caso paradigmático al respecto lo tenemos con el Renacimiento, estilo cultural (por utilizar el término más amplio posible debido a todas las facetas de la creación artística sobre las que influyó) que se encuentra cronológicamente a caballo entre la Edad Media y la Moderna, y que determina incluso en función de las historiografías nacionales divisiones históricas propias. Así, en el caso de la historiografía de la península italiana el Renacimiento es un período histórico con todos sus atributos, mientras que para las de otros contextos europeos se trata básicamente de un fenómeno histórico-artístico que, además, se va dando con matices particulares en distintos momentos en función del lugar determinado al que nos estemos refiriendo. Y, a medida que va avanzando el conocimiento disponible sobre artistas y obras, vemos cómo las subdivisiones que se dan para épocas posteriores a ésta del Renacimiento enriquecen las divisiones aportadas por la historiografía tradicional. De este modo, nos encontramos dentro de la Edad Moderna estilos artísticos que van desde el propio Renacimiento, el Manierismo, el Barroco o el Rococó, y en la etapa contemporánea los ciclos de cambio artístico son muchísimo más acelerados aún y se cuentan por décadas en el mejor de los casos. 

El profesional de la historia, y por extensión de la historia del arte, debe manejar todas estas indicaciones que se han ido señalando a lo largo de los párrafos precedentes con suma cautela y precisión a la hora de acercarse al conocimiento de las sociedades concretas sobre las que se quiera realizar el análisis. La historiografía ha construido una visión del pasado a partir de estas etiquetas, pero éstas no deben ser consideradas como compartimentos estanco homogéneos, sino simplemente como herramientas para intentar agrupar y sistematizar de algún modo elementos comunes en un tiempo y lugar determinados, en un ejercicio de síntesis interpretativa que permita explorar las posibilidades analíticas que el conocimiento de esas sociedades pueda ofrecer. Pero, a la par de esta circunstancia, la investigación histórica debe estar alerta también a la particularidad, a la diferencia, y tratar de explicar la función del contexto concreto en el que fue generada.  


Autor: Roberto J. González Zalacain

Contenido distribuido mediante licencia CC BY-NC-SA 4.0